Una guerra imposible de ganar (Segunda parte)

Foto: Diego Mallo

Tomar medidas para poner en marcha la diplomacia no tiene por qué afectar a los esfuerzos para ayudar militarmente a Ucrania o imponerle costes a Rusia. Históricamente, combatir y dialogar al mismo tiempo ha sido una práctica habitual en las guerras. Durante la guerra de Corea, algunos de los combates más intensos tuvieron lugar durante los dos años de conversaciones para el armisticio, cuando se produjo el 45% de las bajas estadounidenses. Empezar a planificar la inevitable diplomacia puede y debe producirse en paralelo con los demás elementos existentes de la política estadounidense, así como con la guerra en curso.

A corto plazo, eso significa tanto seguir ayudando a Kiev con la contraofensiva como iniciar conversaciones paralelas con los aliados y Ucrania sobre el final del juego.

En principio, la apertura de una vía de negociación con Rusia debería complementar, no contradecir, la ofensiva en el campo de batalla. Si los avances de Ucrania hacen que el Kremlin esté más dispuesto a transigir, la única forma de saberlo sería a través de un canal diplomático operativo. La creación de ese canal no debería hacer que ni Ucrania ni sus socios occidentales aflojaran la presión sobre Rusia. Una estrategia eficaz requerirá tanto coerción como diplomacia. Una no puede ir en detrimento de la otra.

Y esperar a preparar el terreno para las negociaciones tiene sus costes. Cuanto más tiempo pasen los aliados y Ucrania sin desarrollar una estrategia diplomática, más difícil será hacerlo. A medida que pasen los meses, aumentará el precio político de dar el primer paso. Cualquier paso que den Estados Unidos y sus aliados para abrir la vía diplomática, incluso con el apoyo de Ucrania, tendrá que gestionarse con delicadeza para que no se interprete como un cambio de política o un abandono del apoyo occidental a Kiev.

Empezar los preparativos ahora también tiene sentido porque la diplomacia del conflicto no dará resultados de la noche a la mañana. De hecho, llevará semanas o quizás meses conseguir que los aliados y Ucrania se pongan de acuerdo sobre la estrategia de negociación, y aún más tiempo llegar a un acuerdo con Rusia cuando comiencen las conversaciones. En el caso del armisticio coreano, fueron necesarias 575 reuniones a lo largo de dos años para finalizar las casi 40 páginas del acuerdo. En otras palabras, aunque mañana se creara una plataforma de negociación, pasarían meses antes de que callaran las armas (si las conversaciones llegaran a buen puerto, lo que no es ni mucho menos seguro).

Idear medidas para que el alto el fuego se mantenga será una tarea espinosa pero crítica, y Washington debe asegurarse de que está preparado para ayudar a Kiev en ese esfuerzo. Se debería empezar a trabajar seriamente en cómo evitar lo que los funcionarios ucranianos, incluido Zelensky, describen burlonamente como «Minsk 3», en referencia a los dos acuerdos de alto el fuego fallidos que se negociaron con Rusia en la capital bielorrusa en 2014 y 2015, tras sus anteriores invasiones.

Estos acuerdos no lograron poner fin a la violencia de forma duradera y no incluían mecanismos eficaces para garantizar el cumplimiento de las partes.

Con datos de conflictos entre 1946 y 1997, la politóloga Virginia Page Fortna ha demostrado que los acuerdos firmes que prevén zonas desmilitarizadas, garantías de terceros, el mantenimiento de la paz o comisiones conjuntas para la resolución de disputas y que contienen un lenguaje específico (frente a un lenguaje vago) producen alto el fuego más duraderos. Estos mecanismos refuerzan los principios de reciprocidad y disuasión que permiten a los enemigos acérrimos alcanzar la paz sin resolver sus diferencias fundamentales. Dado que será difícil adaptar estos mecanismos a la guerra de Ucrania, los gobiernos deben trabajar en su desarrollo ahora.

Aunque un armisticio para poner fin a esta guerra sería un acuerdo bilateral, Estados Unidos y sus aliados pueden y deben ayudar a Ucrania en su estrategia de negociación. Además, deben considerar qué medidas pueden tomar paralelamente para incentivar a las partes a sentarse a la mesa y minimizar las posibilidades de que cualquier alto el fuego fracase. Como sugiere la investigación de Fortna, los compromisos de seguridad con Ucrania, alguna garantía de que Kiev no se enfrentará sola a Rusia si Moscú ataca de nuevo, deberían formar parte de esta ecuación.

Con demasiada frecuencia el debate sobre los compromisos de seguridad se reduce a la cuestión del ingreso de Ucrania en la OTAN. Como miembro, Ucrania se beneficiaría del Artículo 5 del Tratado fundacional de la OTAN, que obliga a los miembros a considerar un ataque armado contra uno de ellos como un ataque contra todos. Pero el ingreso en la OTAN es algo más que el Artículo 5. Desde el punto de vista de Moscú, el ingreso en la Alianza convertiría a Ucrania en un punto de apoyo para que Estados Unidos desplegara sus propias fuerzas y capacidades. Así que, aunque existiera consenso entre los aliados para ofrecer a Kiev la integración (y no lo hay), conceder a Ucrania una garantía de seguridad mediante la integración en la OTAN podría hacer que la paz resultara tan poco atractiva para Rusia que Putin decidiera seguir luchando.

Alcanzar la cuadratura de este círculo será un reto y estará lleno de tensiones políticas. Un posible modelo es el memorándum de entendimiento entre Estados Unidos e Israel de 1975, que fue una de las principales condiciones previas para que Israel aceptara la paz con Egipto.

El documento establece que, a la luz del «compromiso de larga data de Estados Unidos con la supervivencia y la seguridad de Israel, el Gobierno de Estados Unidos considerará con especial gravedad las amenazas a la seguridad o la soberanía de Israel por parte de una potencia mundial». Continúa diciendo que, en caso de tal amenaza, el gobierno de Estados Unidos consultará con Israel «respecto a qué apoyo, diplomático o de otro tipo, o asistencia puede prestar a Israel de acuerdo con sus prácticas constitucionales.» El documento también promete explícitamente «medidas correctivas por parte de Estados Unidos» si Egipto violara el alto el fuego. No se trata de un compromiso explícito de tratar un ataque a Israel como un ataque a Estados Unidos, pero se le acerca.

Una garantía similar para Ucrania daría a Kiev mayor sensación de seguridad, fomentaría la inversión del sector privado en la economía ucraniana y aumentaría la disuasión de futuras agresiones rusas. Mientras que hoy Moscú sabe con certeza que Estados Unidos no intervendrá militarmente si ataca a Ucrania, este tipo de declaración haría que el Kremlin se lo pensara dos veces, pero no plantearía la perspectiva de nuevas bases estadounidenses en las fronteras rusas. Por supuesto, Washington necesitaría confiar en la durabilidad del alto el fuego para que la probabilidad de que el compromiso se pusiera a prueba siguiera siendo baja. Evitar la guerra con Rusia debe seguir siendo una prioridad.

Cuando llegue el momento, Ucrania necesitará otros incentivos, como ayuda a la reconstrucción, medidas de responsabilidad para Rusia y asistencia militar sostenida en tiempo de paz para ayudar a Kiev a crear un elemento disuasorio creíble. Además, Estados Unidos y sus aliados deberían complementar la presión coercitiva que se está aplicando a Rusia con esfuerzos para hacer de la paz una opción más atractiva, como el alivio condicional de las sanciones, con cláusulas de reversión en caso de incumplimiento, que podría impulsar el compromiso. Occidente también debería estar abierto a un diálogo sobre cuestiones más amplias de seguridad europea para minimizar la posibilidad de que estalle una crisis similar con Rusia en el futuro.

Empezar a hablar

El primer paso para hacer realidad esta visión en los próximos meses es poner en marcha un esfuerzo en el gobierno estadounidense para desarrollar la vía diplomática. Todo un nuevo elemento de mando militar estadounidense, el Security Assistance Group-Ucrania, se ha dedicado a la misión de ayuda y formación, dirigida por un general de tres estrellas con una plantilla de 300 personas. Sin embargo, no hay ni un solo funcionario en el Gobierno de Estados Unidos cuyo trabajo a tiempo completo sea la diplomacia de conflictos. Biden debería nombrar a uno, quizás un enviado presidencial especial que pueda comprometerse más allá de los ministerios de asuntos exteriores, que han sido marginados en esta crisis en casi todas las capitales relevantes. A continuación, Estados Unidos debería iniciar conversaciones informales con Ucrania y entre sus aliados del G-7 y la OTAN sobre el final de la crisis.

Paralelamente, Estados Unidos debería considerar la posibilidad de establecer un canal regular de comunicación sobre la guerra que incluya a Ucrania, los aliados estadounidenses y Rusia. Este canal no tendría como objetivo inicial lograr un alto el fuego. Por el contrario, permitiría a los participantes interactuar continuamente, en lugar de en encuentros puntuales, de forma similar al modelo de grupo de contacto de las guerras de los Balcanes, cuando un grupo informal de representantes de estados clave e instituciones internacionales se reunía periódicamente. Estas conversaciones deberían comenzar fuera de la luz pública, como ocurrió con los contactos iniciales de Estados Unidos con Irán sobre el acuerdo nuclear, firmado en 2015.

Es muy posible que estos esfuerzos no conduzcan a un acuerdo. Las probabilidades de éxito son escasas, e incluso si las negociaciones dieran lugar a un acuerdo, nadie saldría plenamente satisfecho. El armisticio de Corea no se consideró un triunfo de la política exterior estadounidense en el momento de su firma: al fin y al cabo, el público estadounidense se había acostumbrado a las victorias absolutas, no a las guerras sangrientas sin una resolución clara. Pero en los casi 70 años transcurridos desde entonces, no ha vuelto a estallar una guerra en la península.

Mientras, Corea del Sur ha emergido de la devastación de la década de 1950 para convertirse en una potencia económica y, con el tiempo, en una próspera democracia. Una Ucrania de posguerra igualmente próspera y democrática, con un fuerte compromiso occidental con su seguridad, representaría una auténtica victoria estratégica.

Un final de partida basado en un armisticio dejaría a Ucrania, al menos temporalmente, sin todo su territorio. Pero el país tendría la oportunidad de recuperarse económicamente y se pondría fin a la muerte y la destrucción. Seguiría inmersa en un conflicto con Rusia por las zonas ocupadas por Moscú, pero ese conflicto se desarrollaría en los ámbitos político, cultural y económico, donde, con el apoyo de Occidente, tendría ventajas. El éxito de la reunificación de Alemania en 1990, otro país dividido por los términos de la paz, demuestra que centrarse en los elementos no militares de la contienda puede dar resultados. Mientras tanto, un armisticio ruso-ucraniano tampoco pondría fin al enfrentamiento de Occidente con Rusia, pero los riesgos de un choque militar directo disminuirían drásticamente, y las consecuencias globales de la guerra se verían mitigadas.

Muchos comentaristas seguirán insistiendo en que esta guerra debe decidirse únicamente en el campo de batalla. Pero ese punto de vista no tiene en cuenta que es poco probable que cambien las realidades estructurales de la guerra, incluso si cambia la línea del frente, un resultado que en sí mismo está lejos de estar garantizado. Estados Unidos y sus aliados deberían ser capaces de ayudar a Ucrania tanto en el campo de batalla como en la mesa de negociaciones. Ahora es el momento de empezar.

Fte. Foreing Affairs (Samuel Charap)

SAMUEL CHARAP es politólogo senior de la RAND Corporation y coautor de Everyone loses: The Ukraine Crisis and the Ruinous Contest for Post-Soviet Eurasia. Formó parte del personal de planificación política del Departamento de Estado de Estados Unidos durante la administración Obama.