¿Tenemos la industria de defensa y los presupuestos que necesitamos?

La resistencia al cambio supone una limitación que hoy día es un lujo que no se puede permitir ningún país.

Es bien conocido que el conjunto de la sociedad occidental se enfrenta a nuevas amenazas muy distintas de las que tradicionalmente se venían considerando por las fuerzas armadas de los países. Además de los espacios habituales en los que se desarrollaban los conflictos (tierra, mar y aire), se han unido el espacio y el ciberespacio. Como es fácil de comprender, los sistemas de armas tradicionales –tanques, barcos y aviones, fundamentalmente-, han debido evolucionar y pertrecharse con sistemas capaces de combatir tanto las amenazas usuales como las nuevas. Así, se han tenido que desarrollar sistemas nuevos, como los famosos drones, cuya virtud es doble, al reducir sustancialmente los riesgos humanos, por una parte, y permitir la obtención de inteligencia y potencia de fuego, por otra.

Este es otro punto clave, la inteligencia. A la clásica orientada a obtener información sobre movimientos del enemigo, se unen otras formas de inteligencia cuyo objetivo es más ambicioso y en cuyo desarrollo intervienen instrumentos novedosos. Por ejemplo, la inteligencia económica se orienta al análisis de las formas de financiación de Daesh, a conocer la situación de sectores o empresas que pueden provocar importantes efectos en el conjunto de una economía –sector energético o empresas multinacionales-, o a evitar conflictos cuya raíz puede o no ser económica, pero cuyos efectos económicos son de elevada magnitud.

Obviamente, esta es tan sólo una parte de la historia, porque la solución a estos problemas resulta ser caleidoscópica. Efectivamente, se necesitan diversos instrumentos: económicos, normativos, militares, etc…, cuya acción conjunta sea capaz de mitigar un riesgo o una situación de amenaza. En este sentido, tanto desde el lado de la oferta como del lado de la demanda, sería necesario preguntarse, en primer lugar, qué posición ocupa la industria de defensa -conceptualizada como un sector estratégico que provee de sistemas sofisticados para la defensa- y, en segundo lugar, si son necesarios cambios presupuestarios que respondan a esta compleja realidad.

Con relación a la primera cuestión, hay más de una respuesta:

Desde la perspectiva militar, está claro que su posición es central. Bien es cierto que, a diferencia de lo que ocurría hace pocas décadas, las necesidades de los grandes proveedores de defensa se han hecho cada vez más elevadas y han tenido que recurrir a otras empresas de nicho, cuya tecnología en aspectos novedosos –como ciber-, han tenido que incorporarse a los grandes sistemas. Por lo tanto, la colaboración es un valor en alza en este sentido, ya que la potencia de fuego, los grandes despliegues o la captura de información requieren de diversos tipos de tecnologías, sistemas y recursos humanos que no se encuentran en su totalidad en la industria de defensa.

Por lo que respecta a la segunda cuestión, la respuesta es afirmativa. La orientación de los presupuestos de defensa ha de ir acorde con la nueva situación. Los grandes sistemas siguen siendo necesarios, qué duda cabe, pero posiblemente en una proporción diferente a la actual, de manera que el surgimiento de nuevas formas de conflicto impone necesidades también novedosas. Así, las inversiones en satélites –sistemas de lanzamiento, cargas de pago, etc.-, habrían de ser cada vez más intensas, y no sólo por parte del Ministerio de Defensa, sino también de otros ministerios; la ciberseguridad, ya mencionada, tanto en su vertiente de ciberdefensa como en la de ciberataque, la inteligencia en sus distintos ámbitos, humana, económica, industrial de señales, etc., van de la mano de equipos sofisticados y de una formación en capital humano que requiere tiempo y dinero.

Sin embargo los cambios necesarios tanto en la industria como en la administración adolecen de la velocidad suficiente como para responder en tiempo a los problemas a que se tienen que enfrentar. La resistencia al cambio que, tanto las personas como las instituciones tenemos, supone una limitación que hoy día es un lujo que no se puede permitir ningún país. La flexibilidad y rapidez con la que surgen las amenazas obligan a una respuesta ágil tanto desde la oferta como desde la demanda, y la preparación para “lo que pueda pasar” impone la necesidad de estrategias basadas en un ingente volumen de información relevante y un conocimiento amplio y profundo de los problemas. Uno de ellos, capital a mi modo de entender, es que las estructuras industriales y administrativas piensen a medio y largo plazo y se adecúen en tiempo real a las nuevas circunstancias. El esfuerzo es importante, pero la reducción de riesgos también y, no olvidemos que ese es el objetivo.

Antonio Fonfría. Profesor de Economía Aplicada. Universidad Complutense de Madrid

Artículo del 27 de septiembre de 2017 del suplemento especial de Industria de Defensa elaborado por APTIE para El Economista