Ser artillero

ArtilleroMe han preguntado muchas veces el porqué de ser artillero y eso que yo me quedé en el empleo de capitán. Otras más acerca de mi salida del escalafón artillero para abrazar la ingeniería. Nunca he estado seguro de las razones, pero no me arrepiento del camino andado. Solía contestar medio en broma que no me gustaba correr detrás de los carros de combate y prefería ir motorizado y lejos del enemigo. Y lo de la ingeniería… pues para no ir al frente por si acaso, que en el fondo soy un poco cobarde —hubiese dado cualquier cosa por participar en alguna misión de las más peligrosas, pero nunca tuve opción—. Hoy me propongo enumerar las razones que me llevaron a elegir servir en el Ejército y a España como artillero, lo que permitió hacerlo después como ingeniero.

En primer lugar, reconozco que el arma principal del combate es la Infantería y en su apoyo desplegamos las demás. Por tanto, pertenecer a un cuerpo militar nacido para apoyar el esfuerzo trascendental de la batalla implica que sus miembros, además de una sólida vocación de servicio a España, prefieren apoyar la maniobra desde sus posiciones a los protagonistas del combate, esos que pisando el terreno pueden llegar al cuerpo a cuerpo y que tantas glorias nos dieron en el pasado, nos dan hoy y nos darán en el futuro. También proporcionándoles armamento y pertrechos en perfectas condiciones.

Durante los dos primeros cursos de la Academia —el curso Selectivo y el primero con los cordones rojos de cadete, soy de la XXXIV de la General— fui un infante fusilero-granadero, como todos mis compañeros, lo que nos permitió aprender el duro oficio de soldado. En tercero, antes de recibir la ansiada estrella de alférez, tuve que elegir arma; elegí Artillería sin saber con certeza a lo que me enfrentaba ni las razones de mi decisión. Simplemente al ser preguntado en aquel salón de actos zaragozano, respondí “Artillería” mientras los profesores del arma, entre murmullos, se preguntaban quién era yo. Los “nuevos” sabíamos que artilleros e ingenieros frecuentaban el estudio nocturno más que los demás, por lo que parecía que esas especialidades representaban una mayor dificultad, al menos en el estudio, no en otras cosas.

Antes de elegir arma, nuestros mayores (“retras” les llamábamos) habían protagonizado una incruenta guerra de patronas, pues Infantería y Artillería casi las celebran juntas. Para compensar la superioridad numérica de los infantes, los artilleros tenían que ser algo más creativos. Caballería celebraba Santiago durante las gloriosas vacaciones veraniegas de unos veinteañeros de pelo corto y escasa barba. Ingenieros, Intendencia y Guardia Civil organizaban patronas más discretas, pero tan importantes como la Inmaculada, que además es la patrona de España, y Santa Bárbara, cuyo patronazgo acaba de cumplir cinco siglos en España. La nuestra es una patrona universal, pues lo es de los artilleros y mineros de todas las religiones y hemisferios.

Tras regresar como teniente del arma, me propuse seguir estudiando y comencé la carrera de Ingeniero de Armamento, lo que significaba profundizar aún más en mi vocación artillera, pues cuantos artilleros nos precedieron —muchos, en mi caso tengo 266 promociones del Real Colegio por delante—, fueron algunos sabios, otros héroes, casi todos servidores anónimos de la casa común que se llama Ejército, y han sobresalido en las ciencias, las artes, la técnica, la historia, la geodesia… era, pues, una cuestión de seguir con la tradición que empezamos a asimilar en las celdas monacales del complejo San Francisco de Segovia.

Cierto es que yo había nacido en la artillera Fábrica de Pólvoras de Murcia, y que pasé con mi padre muchos ratos en el artillero Polígono de Experiencias de Carabanchel y en el Cetme Químico de Paracuellos; desde pequeño escuchaba las conversaciones sobre el Ejército, el armamento y los problemas técnicos entre mi padre, Jaime Moneva (mi padrino) y Paco Aguilar, todos ellos brillantes ingenieros de armamento, mientras jugaban una partida de dados (el “chupi” le llamaban”) en mi casa o la suya después de comer, con un buen café y fumando un cigarrillo tras otro hasta la hora de cenar. Yo seguía con atención cada partida, donde Jacob Bernoulli, el padre de la probabilidad dicotómica, era invocado machaconamente. Pero volvamos al asunto.

¿Qué es ser artillero, tanto en el Ejército de Tierra como en esos otros cuerpos de la Infantería de Marina, la Armada o los antiaéreos del Aire —y ahora del Espacio—? Pues ser artillero es saberse heredero de una tradición centenaria, desde la primitiva neurobalística anterior a la pólvora negra hasta los misiles y drones de hoy. Es sentirse hijo de una estirpe de estudiosos, de hombres de forja y fundición, de héroes frente al enemigo, de actores imprescindibles de cada victoria, de librepensadores obstinados en defender sus ideas, de señores empeñados en servir a España en los cinco continentes de una nación donde nunca se ponía el Sol, de exigentes profesores, de oficiales que renunciaron al ascenso por méritos de guerra, de excelentes compañeros que siguen emocionándose ante el estampido del cañón y el adictivo olor de la pólvora, que tratan de seguir los electrones y los bits de cada microprocesador para entender cómo funcionan los sistemas que los españoles les confían, hombres y mujeres de su tiempo, deseosos de crecer como profesionales sin decaer jamás en el empeño de mejorar. Ultima ratio regis protagonizada por oficiales, suboficiales y soldados a los que llaman artilleros.

Ser militar es saber que siempre podrás acudir a alguien en los peores momentos y en las alegrías a pesar de que hoy cada vez más personas viven aisladas por la demografía y los usos sociales y estamos más desconectados de lo importante por efecto de la tecnología; un militar nunca se enterrará solo: le acompañarán cientos de compañeros, unos haciendo pasillo en su último viaje y saludando a su paso, otros elevando una sentida oración por su alma. Pro no, nunca morimos solos.

Ser militar y artillero es reconocer un lazo indisoluble con el Alcázar de Segovia, nuestro origen y casa común. Ser artillero es apasionarse con nuestra historia y el carácter castellano de los segovianos. Es desfilar entre palacios, iglesias y torreones. Es poner la bandera en la Virgen del Acueducto cada cuatro de diciembre y ver las piedras romanas desde los ventanales de la sala de materiales mientras se piensa cada tarde de estudio en esa persona especial e idealizada que nos espera fuera del mundo castrense —para algunos todavía sin nombre ni rostro—.

Ser artillero significa recibir y transmitir un espíritu que mezcla la vocación de servicio con el orgullo de pertenencia a un grupo donde se cultivan valores abonados con compañerismo, amor al sacrificio y aversión a la fatiga, sed insaciable de conocimiento y espíritu innovador.

El alma del artillero es inconformista y rebelde sin caer en la indisciplina, aunque nos hayan disuelto tres veces sin contar la general de Fernando VII. Un alma trascendente, exigente, leal, voluntariosa, comprometida, creativa, inquieta, reformista, empática, emocional y abierta. Un artillero, por genética, trata de impulsar el cambio y las mejoras en cada uno de sus destinos, sean de la naturaleza que sean.

La Academia de Artillería ha sido y es una escuela de líderes; muchos han destacado en muy diversas áreas del conocimiento. Líderes que hubiesen sobresalido en el mundo académico, civil o político si el uniforme no supusiera renunciar voluntariamente a derechos y visibilidad con tal de mantener la discreción que todos nosotros hemos aceptado como religión, queriendo ser lo más y parecer lo menos.

Ser artillero es dedicar la vida entera a tratar de servir para servir. Esa es la razón de que la Artillería española tenga alma y duende, resumido todo ello en el saludo militar en señal de respeto y consideración al enemigo a quien nuestros fuegos abatirán en el cumplimiento de la misión asignada. Ser artillero es marchar unidos para engrandecer el nombre de la Patria. Y cumplir lo que cantamos en nuestro himno eterno:

Tremolemos muy alto el Estandarte,

sus colores en la cumbre brillarán.

Y al pensar que con él está la muerte

nuestras almas con más ansia latirán

Como la madre que al niño le canta

la canción de cuna que le dormirá,

al arrullo de una oración santa,

en la tumba, nuestras flores crecerán

Marchemos unidos, marchemos dichosos,

seguros, contentos de nuestro valor.

Y cuando luchando a morir lleguemos

antes que rendidos, muertos con honor