La frase es de Churchill. La utiliza el geógrafo Jared Diamond en su último libro “Crisis”. En él estudia cómo reaccionan los países en sus momentos decisivos; es decir, cómo logran controlar la crisis a la que el destino les enfrenta y cómo le tuercen el brazo. O son retorcidos por ella.
Llamamos crisis al momento en que el ritmo de la recomposición de los territorios se acelera tanto que genera calamidades.
La pretensión no es extraña al quehacer de la Geografía, vieja disciplina enfrentada a descubrir porqué un lugar es diferente a otro. Para ello es útil comparar a los países con los humanos, pues ambos nacen, crecen y maduran… Pero, a diferencia de los sistemas biológicos, los territoriales no mueren, sino que se transforman y comienzan un nuevo ciclo. A veces esto se da de manera explosiva, pues un lugar puede ser hoy bosque y pradería, donde el pasto y el agua sostienen una crecida y diversa población, y mañana un erial asolado por el fuego y la ira. En el primero, el lugar está cargado de valores, que garantizando la buena vida de sus diversos habitantes, lo estabilizan como territorio. En el segundo no hay nada, desorganización y muerte. En un lance más calmado, ahora es la idílica aldea de Palacio Valdés, y después en ella se calan pozos mineros y se instalan poblados. Aquella aldea representaba un mundo que estaba al final de su vida y sobre estos nacía otro nuevo. Pero ambos son Laviana. El lugar es el mismo. El territorio, diferente. Lo que cambia radicalmente son los valores, la forma de interaccionar. Y aunque el territorio siempre está en desarrollo, a veces el cambio se acelera. Cuando eso ocurre se crea un periodo de reestructuración, largo y llevadero. O de crisis, corto y con drama. Los dos tienen consecuencias de largo alcance, que llevan a los territorios a nuevos ciclos, y a “nuevas normalidades”. Las razones del cambio son complejas y anidan tanto en el interior del sistema como en el exterior. Además, y para acabar de complicarlo, también interviene el azar. Si no lo creen, lean a Stefan Zweig, cuando cuenta cómo cayó Constantinopla después de un asedio de años. Fue la casualidad, que adoptó la forma de descubrimiento de una pequeña puerta, oculta en los infranqueables muros de la ciudad, por una partida de soldados turcos que andaba buscando dónde tomar la espuela en una noche de murga. Y así, a lo tonto, fortuitamente, desapareció un imperio de mil quinientos años.
Cómo los países controlan las crisis. O no.
En las crisis hay un antes y un después para el territorio que tiene que lidiar con el ciego destino. Y si acierta, resolverá con éxito la faena. Averiguar cómo lo han hecho, es lo que movió a Diamond (al que Bill Gates propone para el Nobel después de haber alcanzado el Pulitzer) a analizar los factores que facilitan o impiden la resolución de una crisis. Elige la escala nacional y hace un paralelismo con las crisis personales. Entresaca una docena de factores y los va pasando por un grupo de países que se han enfrentado a crisis existenciales, y ve en el modo de su resolución elementos comunes:
Han anticipado la crisis o sólo reaccionado ante ella. Son selectivos o no, pues los que controlan suelen montar un corral para meter en él las cosas que no funcionan, dejando fuera a las demás, pues es conveniente cambiar solo las malas y no meterse en el fregado de cambiarlo todo. Esto va en paralelo con la necesidad de asumir la responsabilidad nacional en la acción o inacción, pues la culpa no siempre es de otros. Al contrario, aquí el otro no es necesariamente el demonio, sino un factor de ayuda, del que el país puede aprender y recibir apoyos. La fortaleza de la sociedad nacional, depende de la suma de capacidades personales para tolerar las experiencias dolorosas, mantenerse erguidos durante ellas, e interpretar la realidad adecuadamente; utilizando la sensatez para decidir y la claridad para expresarse. Esto se entrena con la educación, que también ayuda a construir la identidad nacional; esa cualidad que hace únicos a los países, y cuyo juego es similar al de las siete y media: ni conviene pasarse ni quedarse corto. La autoevaluación honesta se refiere al análisis de las firmezas y debilidades propias, con una utilidad práctica: ampliar unas y disminuir otras. La experiencia de crisis anteriores también cuenta; pues la vivencia trágica se decanta con el tiempo en forma de saberes esenciales, que permanecen en la caja negra de la comunidad como avisos o señales, que han de ser interpretados con sensibilidad de hermeneuta y no con trapacería de demagogo. La paciencia es cualidad que se entrena; es útil para tolerar las incertidumbres de la crisis, pues no hay que esperar resultados a la primera. La mismo que la flexibilidad, que aún no siendo virtud celestial como la anterior, es un talante útil para el bien hacer ante la crisis, pues no conviene sostener que hay una única forma de resolverla; tampoco que se solucionará solo con reuniones. Sin embargo, si es importante saber qué valores nacionales son innegociables, y hasta donde llegan los grises. Por último, hay que desear que la geopolítica sea benigna para el país, que le de libertad de acción. Queda la cuestión del liderazgo, para la que Diamond observa que su papel, para bien o para mal, se torna más decisivo cuantas menos restricciones existen a su poder (lo que en las democracias ocurre en las situaciones excepcionales, las crisis), y cuando el líder se ha enfrentado a otros agentes, que defienden opciones muy diferentes a las suyas, y logra imponerse a ellos. Hay crisis, como la segunda guerra mundial en Japón, provocadas por jóvenes dirigentes completamente enajenados de la realidad que, carentes de conocimientos y experiencia, no realizaron una autoevaluación honesta de la situación y condujeron a su país al desastre.
Al contrario que han hecho los líderes portugueses en la actual crisis, que no se si habrán leído el libro de Diamond, pero en la nación hermana han aplicado similares conocimientos, con muy buen resultado. Puede que sea por el carácter resiliente de su nación, que encaja los golpes, se dobla ante el castigo, pero no se rompe. Por eso recupera pronto su original talante portugués. Quizá porque después de haber vivido tantas otras, entienden que ningún viento es bueno si no se sabe a dónde se va, y que para ir al destino conviene planificar. Como pueblo navegante saben que hay que prepararse para lo peor y esperar lo mejor, y que una vez alistado todo, no está de más persignarse, o raspar un cabo, pues si, por acaso, interviene el azar, una mano de suerte nunca vendrá mal. Que no todo está en los libros.
Fermín Rodríguez Gutiérrez
Catedrático de Geografía y Ordenación del Territorio
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