Tras más de cuatro meses de guerra en Gaza, han surgido dos retratos de Israel totalmente diferentes, pero igualmente precisos.
Por un lado, la guerra ha puesto de manifiesto la destreza táctica de las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF, siglas en inglés) ha inspirado alto grado de unidad entre sus tropas y ha promovido un sentimiento de solidaridad entre los ciudadanos israelíes, que siguen colectivamente traumatizados por los bárbaros atentados terroristas del 7 de octubre perpetrados por Hamás.
Por otra parte, la guerra ha revelado la asombrosa incompetencia estratégica del Gobierno y un asombroso vacío de liderazgo en la cúpula. Los miembros de la coalición gobernante han dado largas a decisiones críticas, no han cooperado entre sí en la gestión de la guerra, han atacado a los altos mandos de las IDF y se han mostrado vergonzosamente indiferentes y desenfocados cuando se trata de gestionar las relaciones con el aliado más importante de Israel, Estados Unidos.
Esta no es forma de gobernar durante el periodo más peligroso de la historia del país desde la Guerra de Independencia de 1948. Lo que Israel necesita es la toma de decisiones sobria, decidida y previsora de David Ben-Gurion. Lo que tiene, en cambio, es el enfoque narcisista, manipulador y miope de Benjamin Netanyahu.
La crisis de liderazgo ha alcanzado una fase aguda. La administración Biden ha presentado a Netanyahu una propuesta para un nuevo orden regional de posguerra que acabaría con la capacidad de Hamás de amenazar a Israel y gobernar Gaza, pondría el control del territorio en manos de una Autoridad Palestina «revitalizada» (con la ayuda de los gobiernos árabes), normalizaría las relaciones entre Israel y Arabia Saudí y establecería una alianza formal de defensa entre Estados Unidos y Arabia Saudí. Todo ello estaría condicionado a que Israel aceptara un proceso político con el objetivo a largo plazo de una solución de dos Estados, con el respaldo de gobiernos árabes amigos de Estados Unidos y opuestos a Irán y sus socios y apoderados. La visión es la de un proceso que acabe produciendo un Israel fuerte y seguro que conviva, tras unas fronteras acordadas y seguras, con un Estado palestino viable y desmilitarizado en Cisjordania y Gaza.
Desde 1996, Netanyahu ha aceptado ese objetivo, en principio, en cuatro ocasiones, pero siempre lo ha torpedeado cuando ha llegado el momento de actuar. Biden ha planteado ahora a Netanyahu una dura elección: puede aceptar el plan respaldado por Estados Unidos para «el día después» en Gaza sin dejar de expresar las reservas israelíes, o puede capitular ante los racistas y mesiánicos socios de extrema derecha de su coalición de gobierno, que pretenden anexionarse los territorios palestinos y, por tanto, rechazan cualquier propuesta, por condicional y a largo plazo que sea, que implique la creación de un estado palestino.
Si Netanyahu consiente a Washington, se arriesga a perder el apoyo de esas figuras de extrema derecha, lo que supondría el fin de su gobierno. Si sigue rechazando el planteamiento de Biden, Netanyahu se arriesga a hundir más a Israel en el fango de Gaza; a desencadenar una tercera intifada en Cisjordania; a entrar en otra guerra con Hezbolá, la milicia libanesa respaldada por Irán; a dañar profundamente las relaciones con Estados Unidos, del que Israel depende para municiones, apoyo financiero y respaldo diplomático crucial; a poner en peligro los llamados Acuerdos de Abraham, que normalizaron las relaciones de Israel con Bahréin, Marruecos, Sudán y Emiratos Árabes Unidos (y las esperanzas de que Arabia Saudí se una al club); e incluso poner en duda los antiguos acuerdos de paz de Israel con Egipto y Jordania. Cualquiera de estos resultados sería terrible; cualquier combinación de ellos sería un desastre histórico.
Biden espera una respuesta. Algunos de sus asesores temen, basándose en la experiencia, que Netanyahu intente engañar a ambas partes hasta después de las elecciones presidenciales estadounidenses de noviembre. En inglés, afirmará públicamente que está dispuesto a discutir la propuesta de Biden y a modificar su propio plan recién presentado, pero en privado pedirá que la Casa Blanca aprecie sus dificultades políticas y no discrepe con él ni le critique públicamente. Mientras, en hebreo, susurrará a sus aliados de extrema derecha: «No os vayáis. Engañé a Obama, engañé a Trump y engañaré también a Biden, y sobreviviremos. Confiad en mí». Eso sería el clásico Netanyahu, y sería malo para Biden y terrible para Israel.
Sólo hay una forma de evitar que Netanyahu lleve a Israel a una larga guerra regional y probablemente engañe tanto a la administración como a la opinión pública israelí: las elecciones generales. Yair Lapid (el político que dirige el principal partido de la oposición) y Benny Gantz y Gadi Eisenkot, los generales retirados que se convirtieron en adversarios políticos de Netanyahu antes de aceptar formar parte de su gabinete de guerra de emergencia tras el 7 de octubre, deberían convocar elecciones generales para junio de 2024 a más tardar. Debería presentarse una oposición coordinada, con la promesa de aceptar condicionalmente la oferta de Biden, de responderle con un «sí, pero». Y deberían decir explícitamente «¡No!» a los fanáticos racistas y mesiánicos con los que Netanyahu ha echado su suerte.
Ese «pero» es crucial. Antes de aceptar el plan de Biden, Israel tendría que insistir en una serie de condiciones, principalmente relacionadas con su seguridad, algunas de las cuales serían difíciles de aceptar para Washington. Sin embargo, el planteamiento de Biden es la única forma factible de devolver a Israel a una línea de actuación realista, práctica y sostenible, y de permitirle recuperar la altura moral, un atributo esencial que se ha perdido durante los años de Netanyahu.
Peor que un crimen: un error
En los primeros días de la guerra, una evaluación estratégica podría haber definido los objetivos de Israel y permitido una planificación y ejecución coherentes. Pero hasta la fecha, Netanyahu se ha desentendido de llevar a cabo dicha evaluación. Como se quejó recientemente Eisenkot, que fue jefe del Estado Mayor de las IDF, en una carta a sus compañeros del gabinete de guerra: «En tres meses no se ha tomado efectivamente ninguna decisión determinante. La guerra se lleva a cabo de acuerdo con objetivos tácticos, sin movimientos significativos para alcanzar los objetivos estratégicos.»
Los resultados de este fracaso son evidentes en dos ámbitos cruciales: la negociación para conseguir la liberación de los rehenes que Hamás tomó el 7 de octubre y el control de la frontera entre Egipto y Gaza, tanto en el paso fronterizo de Rafah como en la franja de tierra que discurre a lo largo de la frontera, a la que los israelíes se refieren como la Ruta Filadelfia. Sobre ambas cuestiones, el gabinete de guerra debería haber determinado un rumbo durante la primera semana del conflicto. El Jefe del Estado Mayor de las IDF y algunos miembros del gabinete de guerra exigieron repetidamente deliberación, decisiones y orientación, pero Netanyahu se negó, no por consideraciones de seguridad nacional, sino por su necesidad de preservar su frágil coalición de gobierno con la extrema derecha fanática, que da prioridad a la conquista total de Gaza antes que a los acuerdos sobre rehenes, pretende trasladar a los gazatíes fuera del territorio e incluso quiere restaurar allí los asentamientos para israelíes judíos.
En la actualidad, Israel cree que sólo la mitad de los 136 rehenes que no han sido liberados siguen con vida. Liberarlos es un deber moral. No es más importante que eliminar la amenaza de Hamás, pero es más urgente. No hacerlo sería una vergüenza colectiva para los dirigentes de Israel y una mancha en la sociedad israelí para las generaciones venideras.
Sigue siendo posible un acuerdo, aunque las exigencias de Hamás apenas han sido razonables hasta ahora, y no merece la pena alcanzar ningún objetivo a cualquier precio. Israel es un país soberano con derecho a rechazar una oferta que haría más mal que bien, especialmente una de una organización terrorista sanguinaria como Hamás. Al mismo tiempo, sin embargo, no tiene sentido proclamar constantemente la intención de matar a esos dirigentes, como hacen a diario los dirigentes israelíes, al tiempo que se intenta llegar a un acuerdo, sabiendo que algunos de los rehenes están siendo usados como escudos humanos. Es absolutamente legítimo que Israel se esfuerce por matar a altos cargos de Hamás. Pero como dice el personaje de Eli Wallach en el clásico western “El bueno, el malo y el feo”: «Cuando tengas que disparar, dispara, no hables».
No dudo de que Netanyahu desee la liberación de los rehenes, pero su necesidad compulsiva de parecer un líder fuerte rodeado de generales y ministros débiles fomenta su grandilocuencia contraproducente. A la vista de su historial, sus palabras duras suenan huecas. En los últimos 12 años ha rechazado seis veces los planes propuestos por los jefes de la agencia de seguridad secreta de Israel, conocida como Shabak, para eliminar a los dirigentes de Hamás. Y mientras él adopta posturas, aumenta el peligro que corren los rehenes restantes y disminuyen las probabilidades de llegar a un acuerdo.
¿Hacia dónde?
Desde hace varias semanas, la propuesta de Biden para «el día después» está ante el gobierno de Netanyahu. La mayoría de los observadores suponen que, dadas las realidades del calendario electoral estadounidense, la oferta puede expirar en un par de meses. No hay garantías de que el resto de los actores de la región acepten la propuesta; ni siquiera está claro que Biden pueda conseguir apoyo para ella en el Senado estadounidense, que tendría que aprobar un tratado con Arabia Saudí. También es posible que, al igual que el ataque de Hamás del 7 de octubre pretendía frustrar un incipiente acuerdo trilateral entre Israel, Arabia Saudí y Estados Unidos, la nueva iniciativa de Biden acabe por incitar a Irán a considerar la posibilidad de instar a sus pproxies, incluido Hezbolá, a intensificar sus ataques contra Israel o a iniciar una guerra a mayor escala en un intento de desbaratar cualquier avance.
Un acuerdo como el que ha propuesto Biden podría haber sido felizmente acogido hace dos años por un gobierno israelí dirigido por Lapid o el líder conservador Naftali Bennet, pero ahora sería difícil de vender al pueblo israelí, que siente un dolor agudo, una enorme ira, humillación, venganza y la sensación de que «todos los palestinos son Hamás». Son reacciones humanas comprensibles. Pero, con el tiempo, los israelíes deben superarlas. Recordemos que antes pensábamos lo mismo de Egipto y Jordania. Toda una generación de israelíes (a la que pertenezco) libró amargas guerras contra esos países. Pero una paz efectiva (aunque fría) con esos países dura ya casi 45 años y casi 30 años, respectivamente. Imaginemos cuánto peor sería hoy la situación de Israel si no existieran esos acuerdos, y consideremos lo importante que es no socavarlos como parte de una respuesta poco meditada a los sucesos del 7 de octubre.
Pero en lugar de instar a los israelíes a superar sus temores, Netanyahu los está explotando, haciendo el juego a sus aliados de extrema derecha, como Itamar Ben-Gvir (ministro de Seguridad Nacional) y Bezalel Smotrich (ministro de Finanzas) que, si se salen con la suya, el resultado será un desastre. Netanyahu lo sabe, pero cree que puede aplacarlos y burlarlos, evitando el peor de los escenarios al eludir por completo una decisión.
Ha llegado el momento
La semana pasada, Netanyahu anunció su propio plan para «el día después» en Gaza. Entre otras cosas, pide la «gestión civil por parte de grupos locales que no se identifiquen con organizaciones terroristas». En la práctica, esto significaría facultar a una serie de influyentes familias gazatíes, algunas de las cuales están implicadas en la delincuencia organizada, para que se conviertan en los proveedores de servicios y del orden civil para los ciudadanos, un enfoque para gobernar el territorio que Israel intentó varias veces hace décadas y que fracasó sistemáticamente.
Netanyahu también prevé la «desradicalización de los gazatíes», lo cual es un buen objetivo, pero llevaría décadas. Su plan también exige la sustitución de la UNRWA, la agencia de la ONU que controla el flujo de ayuda humanitaria a Gaza. Se trata de una buena idea, ya que la UNRWA se ha visto comprometida por los terroristas de Hamás que penetraron en su fuerza de trabajo. Sin embargo, Netanyahu no identifica qué la sustituiría.
El problema de todas las propuestas de Netanyahu es que su plan nunca explica quién podría gobernar Gaza legítimamente, pero nos guste o no, los israelíes deben aceptar tres hechos básicos:
- No se puede permitir que Hamás amenace a Israel o gobierne Gaza,
- Israel no debe permanecer en Gaza a largo plazo,
- Los gazatíes están allí para quedarse: no van a ir a ninguna parte.
Así pues, Israel tiene que decidir cuál podría ser una entidad legítima a la que ceder el control de Gaza. Israel tiene exigencias legítimas de seguridad que deben ser reconocidas por Estados Unidos y sus aliados árabes.
Pero la entidad no puede estar formada por fuerzas extranjeras: Los noruegos o los sudafricanos no pueden gobernar Gaza. La entidad debe ser palestina. La única entidad legítima es una Autoridad Palestina revitalizada que asumiría gradualmente la responsabilidad de la gestión civil de Gaza, con Estados Unidos y sus aliados árabes empujándola hacia normas más estrictas de gobernanza, transparencia, educación y actividades antiterroristas. Por supuesto, Israel mantendría su derecho a actuar siempre que surgiera una amenaza para su seguridad.
El plan de Netanyahu rechaza cualquier reconocimiento unilateral de un Estado palestino y todos los dictados internacionales relativos a los términos de un acuerdo permanente israelo-palestino. Está claro lo que no quiere. Lo que sigue sin estar claro es lo que quiere, y el pueblo israelí tiene derecho a saberlo y a opinar.
Netanyahu está centrado en su supervivencia política, y nunca dimitirá voluntariamente.
El 7 de octubre fue el peor acontecimiento de la historia del país desde su independencia. Los israelíes han combatido durante más de 140 días, más tiempo que en cualquier guerra desde 1948. Las IDF pueden atribuirse algunos logros impresionantes, pero sus objetivos principales, definidos por el gabinete de guerra, están lejos de cumplirse. Un acuerdo provisional para intercambiar rehenes por prisioneros podría dar lugar a un aplazamiento de 45 a 90 días. Pero eso podría ir seguido de otra larga lucha.
Mientras tanto, Netanyahu ya ha perdido la confianza de la mayoría de los votantes. Según recientes encuestas nacionales, alrededor de cuatro de cada cinco israelíes lo consideran la persona más responsable de los errores garrafales que permitieron que se produjeran los atentados del 7 de octubre. Alrededor de tres de cada cuatro quieren que dimita.
Quienes se oponen a un cambio de liderazgo durante una guerra deberían estudiar la historia israelí. En 1973, las IDF combatían contra las fuerzas sirias en los Altos del Golán cuando la primera ministra Golda Meir dimitió ante las manifestaciones masivas y en medio de acusaciones de que no había previsto el ataque sorpresa lanzado por los países árabes seis meses antes, en octubre de 1973, a pesar de que su partido había ganado la reelección tras el ataque y de que la investigación oficial sobre los fallos de seguridad había culpado a los dirigentes militares y absuelto en su mayor parte a la propia Meir.
El resentimiento público, la rabia de las familias y comunidades de las víctimas de los atentados del 7 de octubre y la frustración entre muchos de los reservistas de las IDF van en aumento. Netanyahu está centrado en su supervivencia política, y nunca dimitirá voluntariamente. Ha llegado el momento de que el pueblo de Israel se levante y provoque un cambio de rumbo. Eisenkot, Gantz y Lapid deben liderar este esfuerzo y exigir elecciones generales para que el pueblo israelí pueda decidir hacia dónde nos dirigimos y quién nos guiará hasta allí. Éste es un momento crucial. Se necesita liderazgo y acción, antes de que sea demasiado tarde.
Fte. Foreing Affairs (Ehud Barak)
Ehud Barak fue Primer Ministro y Ministro de Defensa de Israel de 1999 a 2001 y de nuevo Ministro de Defensa de 2007 a 2013.